¿Qué cine?

Con la espléndida exposición de la obra de Maruja Mallo todavía reciente no es nada conveniente cometer el desafortunado error de meterse en un cine y ver, no sé cómo llamarlo, así como también ignorar los motivos o la pertinencia del invento, la película Los domingos. Casi como un salto al vacío, pasar de una mujer y una obra exuberante, libre y moderna a caer en una especie de panfleto doctrinario sobre una adolescente bien del que pueden extraerse tantas conjeturas como dislates. Y a la evidente incomodidad ante aquello que quizás se escapa, se añaden las inevitables preguntas ¿en qué piensan las mujeres? ¿cómo hemos llegado a esto? 

Ni siquiera Nick Cave y la sorprendente interpretación de un tema suyo arregla aquello, más incertidumbre, si cabe. Mostrar otro ejemplo de requisa y manipulación torticera adecuada a los intereses doctrinarios de la iglesia católica, capaz de hacer suyo el fruto artístico de un determinado y dramático proceso creativo y convertirlo en propaganda con la que aleccionar a chicos bien. Otra prueba más del versátil y sumamente hábil gen adaptativo del poder religioso a la hora de arrimar a sus intereses cualquier producto que venga bien para alentar y motivar al rebaño.

Qué decir de la película, sobre todo si no estás iluminado por ese regalo divino que, dicen, es la fe, incluida la mirada por encima del hombro e insolente desautorización de todos aquellos que no piensan como ellos o, todo lo contrario, recelas e incluso desprecias ese ambiente dogmático y reaccionario que dejan ver los tan resplandecientes como tenebrosos rincones del poder religioso. Se me escapa la importancia, o trascendencia, de las serviles alucinaciones de una menor de edad. Da igual si la pretensión de la película es ensalzar o denunciar, ¿con qué objeto? Si al final resulta que, independientemente de edades y condicionamientos sociales, cada cual puede hacer lo que le venga en gana, ¿dónde está el interés?

Como es llamativo, o un exceso de manipulación, enfrentar “la juvenil pureza” del personaje principal y su jubiloso descubrimiento, en la casta y cristiana flor de la vida, a unos adultos tan rudimentarios como inútiles, fracasados ridículos en sus excesos, en resumen, un higiénico muestrario de los peores tópicos humanos con  el único motivo de resaltar la gozosa verdad de la protagonista que, por supuesto, se encarga de mostrar mucha más cordura y sensatez en su comportamiento que los disparatados mayores que la rodean.

Con jóvenes tan inanes como anodinos, los destellos del impagable cura guay, el hombre, de aspecto juvenil y maneras enrolladas que, sin embargo, atesora sabiduría, comprensión y una experiencia única de la vida (¿?); y la inestimable aparición de una superiora de sonrisa y ademanes beatíficos -¡qué magnífica interpretación!- fácil de reconocer para aquellos espectadores que hayan pasado durante su etapa educativa por un colegio religioso, espléndido ejemplo vivo de esa viscosa y inflexible atención -dedicación, dicen- hacia los infelices descreídos que todavía dudan o son incapaces de sentir y ser iluminados con la luz que a ella le llena por completo. 

Probablemente este tipo de artificios sean reivindicados como cine muy personal, sin otra pretensión, algo que creo es falso por innecesario. Y no puede dejarse a un lado el doctrinario que subyace, ordena y en cierto modo justifica el invento, una muestra cinematográfica del poder de una burguesía foral, nacionalista y católica ostentando y reivindicando sus valores y tradiciones -dios, patria y familia-, pura propaganda. incluido el ineludible derecho a un idioma internacionalmente asumido por un desenfocado argentino, creo, de quien uno no acaba de saber qué pinta allí.

Volviendo a Maruja Mallo y su mera existencia como referente de futuro, es histórica y socialmente decepcionante que una sociedad del siglo XXI haya de detenerse, o arrodillarse, ante las alucinaciones y el rancio narcisismo de una adolescente exhibida como símbolo de ¿los tiempos que corren? Pues que dios nos coja confesados.

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Regalos

A juzgar por el ambiente general llega un tiempo de regalos y, vayas donde vayas, la tan llamativa como agresiva publicidad del inevitable regalo asalta al paseante o al habitual en internet, y es tal la presión que el sujeto acaba cayendo en la duda de si él también tiene que regalar, bueno, primero si tiene a alguien más o menos cerca a quien regalar y si le apetece hacerlo, lo de buscar el motivo y su importancia es otra cuestión, las fiestas; tal vez porque no siempre gusta regalar a quien no hay por qué, ya se ven todos los días, y para qué. Pero llegan días de celebraciones y un regalo siempre es una muestra de alegría, acercamiento e incluso cariño, tanto en quien lo recibe como por parte de quien lo ofrece, al menos así debería de ser, puesto que en el obsequio hay un punto ineludible, e inútil, de voluntariedad que, si no condiciona, al menos introduce una interrupción en la que detenerse haciendo algo que quizás no sea habitual pero está bien llevar a cabo.

Luego está el regalo y qué es un regalo, ¡uf! Para muchos un auténtico incordio que puede llegar a problema, dolor de cabeza incluido, el desierto. Todo ello medio dispuesto o encajado con calzador en un día a día repetido en el que parece que nada cabe o nunca sucede cosa de interés; lo que faltaba, ahora tener que buscar un regalo, una ocupación más que no es opción y que obligatoriamente conlleva una decisión siempre difícil, sin alternativa, que requiere tiempo además de dedicación en lo referente al qué, cómo y lo que es más importante, cuánto.

Y no siempre se cuenta con la voluntad, además de las ganas, más bien se trata del trastorno de regalar, eso es, un trastorno, ¡qué dices! un muchos casos obligación, o sea, un fastidio para el que no se tiene tiempo ni ganas. Pero se trata de un regalo, algo bonito en principio, un motivo de alegría compartida, y si provoca una sonrisa de agradecimiento mejor que mejor. Tampoco hay que pasarse, porque si por mí fuera no harían falta regalos, cosas de niños, que son más agradecidos, por la ilusión, ya sabes, los adultos son más especiales, o pejigueras, hasta tan punto de que nunca sabes qué porque tampoco te has enterado de qué le gusta -y no voy a hacerlo precisamente ahora-, a qué se dedica, qué aficiones tiene o, mejor aún, qué necesita; al menos que el regalo sea útil, porque para regalar una memez o algo inútil o de adorno mejor déjalo estar, así no corres el riesgo de equivocarte.

Ya, ya sé que hay gente a la que le gusta regalar, qué felicidad, pues que regalen cuando y como quiera. Lo que no es entendible es que llegue una época del año, como todos los años, y haya que deshacerse los sesos en pensar un regalo, cuando siempre es mejor, si al final no tienes más remedio, preguntar qué le hace falta y ser práctico, el mejor regalo. A ver si por la tontería del regalo vamos a inundarnos de objetos inútiles respecto a los que, tras la dura e innecesaria decepción, acabas dudando si esconder en un rincón bien oscuro o arrojar directamente a la basura. Aunque también se pueden vender por internet, de ese modo les sacas un rendimiento que siempre está bien; dinero gratis.

Como no sé qué pensarán en el fondo y cómo se lo toman quienes consideran un regalo como un imprescindible intercambio comercial y regalan según quién y con vistas a, examinando a conciencia el recíproco, que ha de haber, y si compensa el gasto y tiempo invertido en el propio; con ello y en última instancia ya sabe a lo que atenerse la próxima vez. Pero cuidado, tal vez de ese regalo dependa el futuro, tanto emocional, profesional como laboral, luego mejor no despistarse y esforzarse aunque no nos guste, porque si aciertas quizás te resuelva la vida, emocional, profesional o laboralmente.

Como si no hubiera momentos para regalar durante el resto del año, que parecemos idiotas, de hecho, una de las cosas buenas de regalar es que puede hacerse en cualquier momento, sin mediar intercambio o favor previo, porque gusta y siempre es muy gratificante ver la cara del regalado cuando lo recibe sin esperárselo, lo abre o descubre; ya, o la cara de gilipollas, la mueca de no saber o la misma decepción cuando lo que aparece bajo el envoltorio no gusta, no es entendido o no se sabe qué o para qué, ¡qué voy a hacer yo con esto! Allí mismo, sin anestesia; menuda mierda.

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Luces

Vuelve un recuerdo de hace años, no sé cuántos decir, cuando amigos y compañeros de trabajo llevaban a sus hijos a la capital para ver Cortilandia, casi como una obligación navideña. Ignoro si la petición partía de los chavales o eran los propios padres, deseosos de buscar una actividad con la que complacer a sus vástagos en las largas y aburridas vacaciones navideñas, quienes provocaban el interés en estos últimos, más a lo suyo y nada preocupados por cuestiones de luces que no aparecieran en televisión, además de desconocer la posibilidad, el tiempo y día para acudir a verlas y disfrutarlas.

Se trataba de niños en vacaciones y cualquier cosa valía con tal de sacarlos de casa y tenerlos contentos. Pasear por calles iluminadas y detenerse en las propias luces del centro comercial, admirar, o no, la composición instalada en la fachada ese año, menos o más imaginativa, siempre de agradecer, los grupos y figuras que se movían al compás de las canciones y finalizar con un chocolate con churros, apenas comenzada la noche, como despedida. Hablo de niños. Lo de las luces navideñas y los adultos en la actualidad puede parecer distinto y quizás lo sea, o no. Es cierto que muchos adultos necesitan seguir considerándose niños por aquello de no perder esa ilusión que poco a poco va apagando, dicen, el inevitable crecimiento; les gusta sentirse todavía niños y hacer cosas de niños, porque aún creen que solo la infancia tiene ese punto de ingenuidad y capacidad para sorprenderse que el adulto inevitablemente pierde por el mero hecho de crecer. Siempre me ha parecido curiosa la creencia según la cual un adulto acaba invariablemente siendo estúpido y aburrido, sin ilusiones ni capacidad para imaginar, sorprenderse o disfrutar, obligado a tragar con cosas y comportamientos de adultos (¿?). Como desconozco cuáles son esas cosas exclusivas de adultos que, al parecer, hacen desaparecer lo mejor de los niños, como si todos los niños no fueran otra cosa que niños, futuros adultos con más curiosidad que patrones de rendición.

Tal vez por eso, aunque sigo sin ver la necesidad, el fenómeno de las luces navideñas ilusiona más a adultos desilusionados consigo mismos que a los propios niños. Los niños van a lo suyo, algo normal entre niños, luego, a medida que van creciendo, van modificando su atención hacia cosas y cuestiones mucho más interesantes que las de los niños, el caso es saber, y darse cuenta, de que eso sucede y actuar en consecuencia, es decir, convirtiéndose en un adulto igual de curioso e imaginativo, sin haber perdido la capacidad de sorpresa. Aunque algo tan sencillo parece difícil entender, al menos a tenor del número de adultos que no se comportan como adultos, más bien adultos infantilizados ansiosos de motivos triviales y zanahorias que perseguir en el tiempo disponible tras la condena del trabajo, si es que queda, da igual el aspecto, quién lo organice y con qué objeto.

Y van más allá que los niños, empujándose, dejándose arrastrar y apelotonándose inquietos y preocupados, hasta violentos, con tal de estar allí en el preciso momento de encender las luces -inaugurar, se dice ahora-, móviles en mano y la cabeza vacía. Y aplauden con inusitado fervor tras el encendido e iluminación de las mismas calles que vienen acogiendo su derrota durante el resto del año. ¡Cómo disfrutan los angelitos! De todo este sin sentido salen perdiendo los niños porque ya no tendrán que preocuparse por las luces, cuando quieran darse cuenta ya estará todo ocupado por los adultos e igual no encuentran hueco, y si al final lo consiguen les resultará difícil entender a tanto adulto obnubilado con la boca abierta y los ojos como platos, incluso encaramado en cualquier sitio libre, o disponible, apuntando al cielo. Tomando foto tras foto, todas exactamente iguales, bueno, diferentes por el careto, o caretos, motivo del selfi, que no en el fondo. Miles de fotografías que petarán la memoria del teléfono y no volverán a ver nunca más, en parte porque aquellos que pudieran sufrirlas ya han estado y tomado idénticas instantáneas que guardar sin que tampoco sepan para qué, ni se lo pregunten.

Son solo luces, un gasto obsceno en luces. Ya, pero aún hay más, que se lo digan a los avispados de turno con ganas de hacer dinero organizando viajes para ver las luces de ese otro lugar que, dicen, presumen de ser únicas -¿has visto los vídeos con las imágenes? Y cualquier ayuntamiento que se precie se deshace los sesos buscando las más chillonas o estrafalarias -casi como Las Vegas-; mucha luz, cuanta más mejor. Y los negocios dedicados a componer y alquilar luces proliferan y no dan abasto, lo que supone desplegar por todo el país la misma iluminación, de norte a sur y de este a oeste, en detrimento de la originalidad, para la que, como es bien sabido, se necesita alguien con imaginación, aparte de dinero porque hoy todo es caro, y no vas a poner las mismas el año que viene, que poco original, menudo fracaso…

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Según

Quizás las palabras de la presidenta de la comunidad madrileña cuando se refirió a los que limpian sus casas, es decir, a quienes vienen a este mundo, y a este país, a limpiar, largamente comentadas a diestro y siniestro no sean lo más importante, que también, puesto que decir en voz alta lo que uno piensa y cómo piensa siempre es interesante a la hora de saber con quién te juegas los cuartos, incluidos los que limpian, no sea que luego, entre risas y confianzas no debidas, a estos últimos les dé por pensar que son uno más que vota y por lo tanto puede exigir como cualquiera. Es lo que tienen las democracias, que nos ponemos a predicar que todos somos iguales, más o menos lo que dicen los cristianos que somos a los ojos de su dios, y luego en realidad las cosas no son de ese modo. Según. Cada cosa con cada cosa, sin aturullarse.

Porque podemos suponer, imaginar y hasta llegar a la luna según lo que vemos a nuestro alrededor y en qué nos fijamos. Pero fijarnos en lo que nos fijamos y tener en cuenta lo que tenemos en cuenta tiene más que ver con nosotros, qué nos creemos y cómo nos consideramos, que con el objeto de nuestras opiniones, vale, también deseos, pero se trata de otra cuestión, aunque tampoco, bueno, sí, porque uno se puede fijar en un coche de cien mil euros que le apetece comprarse y otro en un patinete eléctrico para perder menos tiempo acudiendo a los lugares donde limpia.

Si olvidar que no basta con parecer sino que también hay que ser y pensar cómo, aunque no siempre, es decir, hay que saber disimular, aparentar, hacer como si pero no, porque reservándote una parte, o la totalidad, dispones de un tiempo extra para mostrarte y/o actuar. Mejor la boca cerrada. Pero están los actos, que para el caso también vienen bien, porque y si es preciso después siempre es posible obviarlos, retorcerlos y, llegado el caso, hacer como si no hubieran existido, dejando a todos aquellos que los vivieron y sufrieron con un palmo de narices. Llega un momento en el que el cálculo y la astucia imponen su programa y es mejor cuidarse de hacer y comportarse según dónde y con quién, ni que decir tiene que también cómo.

Pero tanto cálculo solo es necesario por un motivo y en una dirección, como en el caso de la presidenta, a ver, no se confunda, las cosas son como son y usted ocupa el lugar que ocupa. Así que mejor intentar pasar desapercibido, no sea que aquello de sentirse libre se suba a la cabeza y pidamos lo que creemos que nos merecemos, error, no se trata de eso, sino de lo que nos den. Y gracias. No nos pase como al fiscal general, que no le tocaba estar donde estaba y se le monta un pollo mediático-judicial del copón con tal de ocultar, olvidar o que no se sepa el origen de ese extraño fregado, que el novio de la presidenta defraudó a la hacienda pública, como el mismo buenamente reconoció, tras enriquecerse como comisionista a costa de las necesidades sanitarias del país -como tantos otros, dirán lo que mueven el cristal variando el color a través del que nos dejan mirar.

Quienes parecen haber entendido bastante bien este cacao, además de los que limpian, que lo cogieron a la primera, son esa gente joven que vota a la extrema derecha y creen que las dictaduras son buenas, bueno, según; al menos reconocen que son incapaces de pensar por sí mismos y entenderse con el que no piensa como ellos, necesitan que les guíen, ideas, exactamente no, política tampoco porque no tienen ni puñetera idea de qué va la política -pobres mandando y corrompiéndose en el poder-, mejor Rosalía, más espiritual y fácil de dar la vuelta; porque lo que necesitamos, de verdad, es la paz de los ignorantes y a-dios. Por eso siempre están bien los toques de atención, así, como por casualidad, ni siquiera subliminales.

Cuando comenzaba estas letras hablaba de decir, o no, públicamente lo que uno piensa, según, y utilizaba el ejemplo de la presidenta madrileña, porque siempre es mejor, evitando con ello conflictos y algún que otro equívoco, advertir al resto del lugar que se ocupa, tanto ellos como yo, en el que me incluyo y estoy. Porque puedo, a ver, están los que limpian, pobres, los que defraudan, pobres, también, los que no saben que no saben -¡qué decir de estos!- y los que se dedican a poner a cada cual en su sitio haciendo gala de según qué, quién y cómo se mire el asunto. Luego al final seguimos sin tener nada claro, o cierto, que es de lo que se trata, bueno, según.

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Rosalía

Siempre que me acuerdo de algo

Siempre lo recuerdo un poco diferente

Y sea como sea ese recuerdo

Siempre es verdad en mi mente.

Y si mi alma se derrama

Y la falta de pasado es el olvido

Cuando muera, solo pido

No olvidar lo que he vivido.

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Mujeres

Hace unos días en una conversación distendida un señor y su señora saltaron impulsados como por un resorte cuando a alguien de los presentes se le ocurrió decir que vivimos en una cultura patriarcal y machista, probablemente una mujer. Qué tontería, aseguraban, acusando a la víctima de ser otro monigote en manos de las corrientes woke y feministas más intransigentes tan de moda.

Y estos días, al ver en prensa la afrenta pública por la que tuvo que pasar la presidenta de México a manos de un macaco tan analfabeto como probablemente violento he vuelto a recordar la conversación. La situación habrá trascendido en cuatro sitios dirigidos y frecuentados en su gran mayoría por mujeres clamando en el desierto, despreciadas y mal vistas por tanto violento reprimido en el fondo satisfecho con lo que considera una tontería… nada, que un cateto quería tocarle la teta a la presidenta -unido a la pertinente y rijosa sonrisita. Lo que debería haber sido noticia de primera página se ha obviado convenientemente porque, claro, eso no le pasa a un hombre.

Los porqués de la situación y sus escasas consecuencias son tan evidentes como penosos, o idiota no saber o querer reconocer a estas alturas, también en referencia a la pareja de más arriba, el mundo en el que vivimos. Un mundo hecho por quienes la tienen más larga, da igual si manadas de jóvenes con el cerebro en la polla o respetables parejas defensoras del como dios manda, no importa si religiosas o laicas, con patrimonio y cuenta corriente, satisfechas de unas vidas tan largas y aburridas como “honradas”; esa honradez tan preocupada porque no me quiten lo mío y a los demás que les den morcilla. Probos ciudadanos con un severo problema de TID que les hace separar y diferenciar sus propias vidas del mundo en el que las viven, que dicen una cosa y en su día a día hacen lo contrario, que pontifican con total severidad sin en realidad reconocer el suelo que pisan, ni les importa; que ven y escuchan las noticias como si fueran extraterrestres observando un planeta que no es el suyo, porque el suyo ya lo conocen y es perfecto, hasta el punto de que cuanto menos contacto tengan con el exterior mucho mejor.

Qué hacer ante tales situaciones. Desgraciadamente y tal y como están las cosas habría que repartir culpas, y también habría mujeres culpables de que esto siga ocurriendo, en primer lugar por no pensar y actuar como mujeres, tratando de “subirse al carro” a costa de su propia dignidad y la de su género; hoy menos que nunca. Para luego quizás alarmarse y clamar desde el dorado desierto de su púlpito cuando sean asaltadas por cualquier imbécil intentado tocarle una teta.

Y me acuerdo de las mejores tenistas del mundo, quienes deberían liderar su condición con hechos, jugando un torneo  tan anodino como intrascendente en uno de los países más patriarcales y machistas del mundo -que hace política con ellas y entre las que probablemente habrá alguna mema que asegure que ella es apolítica (¿?). Mujeres vistas más como inferiores atractivas y deseables que como deportistas. Y también vienen a mi memoria las jóvenes ingenuas aceptando viajar para posar en traje de baño y que cuatro catetos elijan a “la más guapa del mundo”; despreciadas hasta el extremo de que los propios organizadores  ninguneen, avergüencen y dejen en evidencia pública a alguna de las participantes sin que todas al unísono abandonen reventando semejante engendro.

Me estoy equivocando, dirán, hay que vivir, prosperar en la vida y trata de ganar dinero. Pues si los hombres, que han sido quienes han puesto el dinero como motivo principal de nuestras vidas, deciden tomarse las libertades que les apetezca con quienes aceptan el dinero como única relación y comercio entre personas, de qué quejarse cuando cualquier ceporro desaprensivo, con o sin dinero, quiera tocar una teta sin permiso, se trata de su mundo. O es que acaso piensan que ellas son diferentes a ojos de esos mismos hombres.

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Chismes

Que una mujer haga públicas las cartas de amor dirigidas a ella por uno de sus amantes -en este caso un Premio Nobel de Literatura- puede ser una frivolidad, una indiscreción o una solemne memez que a nadie interesa. Una falta de respeto hacia el amante, también motivo de escarnio -aunque es cierto que son exclusivamente suyas- o simple desprecio. Un buen negocio mediante el que enriquecerse y ahondar en su codicia o una muestra más de las miserias humanas. Para un lector indiferente algo curioso y hasta gracioso, o un motivo de tristeza y vergüenza ajena si el lector tiene al autor de las misivas como referente. Una bajeza o la confirmación de que, independientemente del origen, el lugar o la clase social, ese tipo de manifestaciones son básicamente idénticas, con sus puntos de sincera candidez, frivolidad y vulgaridad de la mayoría de los actos y manifestaciones humanas.

También puede ser un motivo de conversación en una sobremesa al que sumarse porque la propia banalidad del tema da pie a todo tipo de opiniones y comentarios, jocosos y menos, incluido cruel sarcasmo. Estando entre los presentes quienes, sin ocultar un enfadado desprecio, aseguraban sin asomo de duda que el ladrillo en el que van incluidas las cartas no deja de ser un zafio negocio carente de cualquier interés. Más de lo mismo, la enésima aparición pública de alguien con muy poco que ofrecer – ni siquiera escribir sus propias andanzas, trabajo de negros probablemente pagados en ídem-, o si, ganar dinero a costa de los hombres que han pasado entre sus piernas. Claro, en la conversación también aparece aquello de a quién puede interesar semejante engendro, qué busca un lector o lectora además de vulgares chismes que no nos dejan en general en muy buen lugar.

Hay quienes aún recuerdan la justificación, o excusa, del ilustre escritor cuando se le acabó el fuelle, asegurando públicamente que su enamoramiento había sido una cosa de pichula, no de corazón (¿?) Lo que hace aún más ridículas las famosas cartas y patéticamente senil al implicado; hay ocasiones en las que es mejor permanecer callado, y no solo por obligada y pertinente prudencia. También están los sorprendidos porque, tras leer algunos pasajes de las cartas en la prensa, un tipo de edad, o mucha edad, y tal prestigio literario se exprese mediante tales frivolidades y recursos de adolescentes que parecen extraídos de manuales de autoayuda juvenil. A lo que alguien apunta por qué en este caso tenía que ser diferente si se trata de amor, y en el amor verdadero la edad no es ningún problema; comentario puntualizado por otro lado, con toda intención, advirtiendo que quizás ese lenguaje era el único que podía entender la pareja, ella, no siendo conveniente expresarse y abusar de una retórica excesivamente poética y erudita, no vendría a cuento porque no sería entendida por la parte femenina. Además, se trataba de decirle que se le ponía dura cada vez que la veía.

También estaban quienes en su momento no entendieron semejante desliz masculino, tal vez un sorprendente e inopinado reblandecimiento cerebral producto de los años que obnubiló la percepción de la figura, procedencia, afinidades y dedicación de la amada. Y estaban quienes, rizando el rizo, argumentaban que fue la señora la que lo embelesó para apuntarse la última muesca en su amoroso muslo, tras el mundo del espectáculo al que pertenecía su primer marido, el rancio y aristocrático abolengo que representaba el segundo, seguido de las silenciosas alfombras del poder del tercero en la lista y, finamente y como remate, el elitista mundo de la cultura que ejemplificaba este último enamorado, el de las cartas, aviniéndose también a saborear sus más íntimas delicias. Quién puede presumir de haber tenido entre sus piernas lo mejor de lo mejor de cada uno de las talentos humanos. Toda una proeza difícil de igualar.

En fin, copa va copa viene pasamos un buen rato entretenidos charlando de las miserias humanas, sin finalmente ponernos de acuerdo sobre la pertinencia u oportunidad del libro, el negocio, las cartas y las debilidades de la vejez; en el fondo a todos nos daba igual. Y para disipar dudas y desacuerdos alguien remachó la tarde con un ¡que se joda! si a ella le apetece publicar las cartas, por lo que sea, me parece muy bien, y si con ello lo deja en ridículo que hubiera sido más espabilado; tanto Nobel, tanto Nobel, si luego era tan simple como el que más.

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El mal (algunas consideraciones)

Se me ocurre que estaría bien preguntar ¿qué es el mal? ¿qué se entiende por maldad? ¿si alguien puede ser y calificado como malo e ir repartiendo maldad a diestro y siniestro mediante algunos o la totalidad de sus actos? ¿si definiríamos a alguien como malo sin necesidad de justificarlo de cualquier modo, con tal de salir del paso y no mojarnos con una respuesta demasiado directa acerca de las malas intenciones y consecuencias de sus actos? ¿Si nosotros, cada uno, ha cometido actos malvados a sabiendas, sin el interesado y tramposo comodín “no tuve más remedio”? ¿si cuando hablamos de la gente y sus comportamientos nos atreveríamos a afirmar que ese o aquel otro es una mala persona? La cuestión es tan interesante como escurridiza, o directamente inconveniente, y me temo que casi nadie -siendo un poco indulgente con el casi- osaría meterse en tales berenjenales, en parte por el propio autoexamen de conciencia que provocaría el tema en uno mismo. Todo ello si exceptuamos a aquellos que se sienten por encima del bien y del mal en cada cosa que dicen y hacen, iluminados poseídos por unas certezas divinas, santamente justificados en todos y cada uno de sus actos. Hablo de personas de carne y hueso, no de casos patológicos con problemas de madurez y un exceso de soberbia a los que les gusta ofrecerse como oro en paño, incapaces de comprenderse y asumirse a sí mismos, pedir ayuda o, de no ser así, desaparecer y de ese modo librarse, y librarnos, de su anacrónica existencia.

También sería importante a la hora de hablar del mal acordar dónde queda el espinoso y resbaladizo, así como interesado, terreno de la consciencia o inconsciencia de los propios actos. Del mismo modo que el exclusivo y envenenado “por omisión”. Pero ahora no vienen al caso.

Quizás habría quienes respondieran que el mal, así como el bien, son el resultado de una especie de acuerdo no escrito entre humanos -cuestiones morales-, una modalidad de contrato social que variaría según el lugar y el grupo en el que uno hubiera venido a este mundo. Podría valer si no se tratara de una pregunta referida únicamente a comportamientos individuales, con lo que aquellos contraatacarían afirmando que eso es casi imposible porque el hombre es un animal social, lo que también sería un muy interesante, pero otro, tema de conversación.

Tampoco se trata de salirnos por la tangente afirmando, tal que eruditos sin arrobo de vergüenza, que el mal es la ausencia del bien, como si las abstracciones mentales fueran la única y aséptica respuesta a cuestiones tan reales, más bien una huida hacia adelante, desistimiento torticeramente asumido o incluso mera cobardía; o nos dirigiéramos a niños o a cándidos adultos empeñados en escapar de sí mismos esquivando chapuceramente temas tan impertinentes.

Puede que nos de apuro hablar del mal -para algunos ni en pintura- porque de inmediato nos veríamos en algún momento de nuestra vida cometiendo un acto que objetivamente sería tachado como malo, también por nosotros. Aunque es más que probable que la maldad, o los actos y comportamientos con resultados susceptibles de ser calificados como malos, no deje de ser una de las características de la especie, o directamente la especie, sin peros que valgan.

Tremendo marrón con el que tuvo que tragar, por ejemplo, el cristianismo cuando hubo que vender aquello de que el hombre, a imagen de Dios, en el fondo era bueno… pero se torció por el camino -para lo cual fue preciso inventar el Paraíso y con él justificar de algún modo tal inconveniencia. Falsa y más bien cínica aseveración, eso del bien, porque la especie es la especie, y entre la infinita variabilidad de sus actos existen los que ella misma decidió en algún momento calificar como malos; desde el principio de los principios. Ahora vendría la afirmación de que el mal solo es ignorancia… ¿seguro? Un ejemplo, ateniéndose exclusivamente a la tremenda realidad de sus actos ¿tildarían ustedes a Trump de ignorante?

A partir de tales apuntes, consideraciones y quizás para algunos auténticos exabruptos no sería nada exagerado sostener que, como contrapartida, el bien (en toda su pureza) jamás ha existido al margen del retiro abstracto en el que Platón decidió instalarlo con la pulcra y elevada intención de no mancharlo con la dolorosa realidad del comportamiento humano -ejemplificado en la pública condena de su maestro, Sócrates-; y a continuación el  cristianismo divinizó. Que sería casi lo mismo que arrebatar al hijo de los brazos de su madre, si no fuera porque en el caso del mal tal actuación haría desaparecer directamente a la madre.

Que Platón intentara salvaguardar el bien situándolo en su perfecto mundo de las ideas solo sirvió para él y los suyos, para la filosofía y por supuesto para la religión, que encontró un buen motivo para mirarlo de perfil sin tener que enfrentarse de forma directa a interrogantes tan terrenales y prosaicos. Pero el mal, es decir, la especie humana, ha seguido existiendo, haciendo y comportándose del mismo modo, incluso hubo, y quizás todavía hay, para quienes el mal es el motor de la evolución de la especie; y puede que tampoco les falte algo de razón.

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Música

En una conversación entre amigos alguien hizo un comentario sobre un tema del que probablemente sabía más que yo, cosa nada extraña, hablaba de las fábricas de intérpretes automáticos que son los Conservatorios de Música, miles de chavales adiestrándose en aprender, memorizar y practicar una serie de obras y modelos hasta conseguir interpretarlos con los ojos cerrados, sin pensar. Carne fresca para renovar los integrantes de tantas orquestas, nacionales e internacionales, de música clásica dispuestas para, año tras año, interpretar las mismas obras y los mismos autores; casi como si no hubiera pasado el tiempo.

Es más que evidente que muchos de nosotros no sabríamos vivir sin música, yo incluido, y su interés e importancia en cuanto a desarrollo personal, aprendizaje o mero disfrute y divertimento es algo más que necesario por las infinitas posibilidades que procura, tanto al cerebro humano como a nuestro propio goce; todo esto ni siquiera es discutible. Pero adiestrar niños de forma estajanovista hasta conseguir que interpreten y repitan, mucho más que de memoria, obras y autores denominados clásicos con tal de formar un diestro y numeroso remanente de aspirantes a rellenar los huecos que otros van dejando en las numerosas orquestas que existen en todo el mundo es una cosa muy diferente.

¿Cuántos de esos niños acaban quemados y expulsados de los conservatorios porque más que aprender y divertirse han de sufrir una interminable tortura practicando con instrumentos que con el tiempo acaban aborreciendo? ¿Cuántos son capaces de salir indemnes para luego dedicarse a la música de forma mucho más relajada y divertida, incluso vital?

¿Qué significado tiene hoy la música clásica? ¿Por qué se sigue interpretando -al margen de su aprendizaje como modelos- y en función de quiénes o qué intereses? ¿Está de algún modo relacionada con la población, con el presente, o sigue siendo un coto de exclusividad al que se accede por familia, educación y prestigio? ¿Existe un progreso, evolución y proceso creativo -imagino que sí- en lo referente a la llamada música clásica? Algo desgraciadamente intrascendente, más bien inexistente para el público en general, ya no digamos para esa casta abonada a salas de conciertos y opera -esos “templos de la música”- que gusta regodearse en los mismos temas y autores mientras se miran el ombligo entre el desinterés y la íntima envidia del resto de la población.

Cuántos de los miles de chavales que pueblan los conservatorios de música sienten la música en su aspecto creativo o divertido y no como mero proceso repetitivo, ad infinitum, de los temas y composiciones de un hermético repertorio al que se sienten completamente ajenos, sino directamente odiado.

Qué entienden estos niños y jóvenes por música, ya no digamos creación musical o mero disfrute, variando, curioseando e interpretando según su propio carácter y gusto. O más bien esa música con la que batallan diariamente es un encarnizado enemigo al que vencer una y otra vez hasta interiorizarlo como completamente propio. ¿Dónde está la puerta del placer y disfrute de lo aprendido? O eso viene luego, o nunca. Y no digamos enfrentarse al maestro, profesor o tirano de turno empeñado en hacer repetir y repetir procedimientos y temas de una música que al final acaba perdiendo el alma convertida en un proceso mecánico casi perfecto despojado de cualquier atisbo de humanidad. Probablemente se me dirá que si no hay esfuerzo y sacrificio no hay música, en principio de acuerdo, pero dónde queda el alumno, ¿tiene alma? o quizás se trata de otro cobaya de una prolija y minuciosa investigación mediante la que descubrir talentos a los que manipular y exprimir, casi hasta la extenuación, con la promesa de que ellos son únicos. ¿Exactamente en qué? ¿dónde quedan ellos?

Da escalofríos imaginar una sala de conciertos abarrotada de hambrientos y exclusivos entendidos dispuestos a triturar al menor error al incauto y presunto genio con el valor necesario para plantarse ante ellos e intentar hacerles felices en la renovación de su insano poder musical.

Igual todo esto va de que Julia Roberts se mee de gusto en un palco exclusivo tras escuchar la enésima versión de una ópera del siglo XIX. Después de todo las prostitutas también pueden tener cierta sensibilidad, sobre todo para alcanzar a otear mínimamente las cultas y exclusivas cumbres del poder. ¿Por qué no habría de ser así? ¿Entonces?

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Sangre

Hay personas mejor o peor tratadas por la vida, golpeadas por desgracias físicas o amorosas, en algunos casos cruciales o definitivas, que pasan a renegar de forma visceral de quienes finalmente acaban siendo culpables para siempre. Incluidos aquellos que en su momento fueron sus más fervientes enamorados/as, merecedores de todo el cariño y confianza, luego odiados y despreciados desde el seguro refugio en el que pasan a convertirse la familia y la sangre, el más leal y sincero, como si éstas no fueran, asimismo, una realidad forzosa e inevitable, abnegadamente ajena a toda crítica, en el interior de la cual se asume y condesciende con personajes, imposiciones, prejuicios y situaciones que probablemente fuera de ese cerrado ámbito familiar serían motivo de desprecio y abandono.

Y qué importancia damos a esa familia, o al clan, y cuánta a nuestras propias decisiones, convertidas en elecciones -también fracasos-, siempre puede ser un interesante motivo de discusión, quizás para algunos innecesario puesto que en todo momento saben en qué lado están, a quién pertenecen, qué sangre corre por sus venas, siendo todo lo que no sea esa sangre y los suyos objeto de desconfianza, recelo o rechazo, o directamente un peligro latente que hay que tratar con suma cautela o mantener lo más alejado posible.

Es cierto que no podemos desprendernos de la noche a la mañana de unos orígenes que, además de genéticos, engloban un periodo de nuestras vidas muy importante, la base psíquica y social del futuro adulto, el necesario desarrollo personal que debería tener como colofón deseable el abandono de ese grupo íntimo y tan cercano al que estar, si todo funciona más o menos bien, eternamente agradecido. Pero hasta ahí. Permanecer en aquél más de lo deseable puede ser tan contraproducente como frustrante, sino peligroso. Y atar, de haberla, a la propia descendencia a esa familia o clan como consecuencia de fracasos o errores propios un desafortunado despropósito, un malvado comportamiento cuando, en algunos casos, existen terceros a los que se pretende dañar de forma vicaria haciéndoles sufrir como consecuencia de nuestros propios traspiés; puro rencor y resentimiento, cuando no directamente odio.

Hay situaciones desafortunadas y/o desgraciadas necesitadas de, en primer lugar, un inmediato periodo de reflexión y una imprescindible recapitulación capaz de advertir y aislar tanto los agravios como los propios errores, que probablemente los habrá; reconocerlos y, lleve el tiempo que lleve, solucionarlos o ser capaz de dejarlos en un segundo plano, porque la vida continua. Pero convertir a los propios hijos en el arma de nuestra venganza es bastante más que una mala acción, de ningún modo justificada o justificable, por muy dolido que aquel, o aquella, pueda sentirse. Como tampoco es justo y honesto, obnubilado por tan aciagos momentos, dimitir de la propia vida haciendo de ella hasta entonces una completa manipulación por la otra parte, y con ello justificar burdamente comportamientos y decisiones propias; una decisión tan irracional como absurda cargada de las peores y vengativas intenciones. Tales desvaríos deberían desaparecer lo antes posible, porque su infeliz contrapartida significa perder la sensatez y convertirse en un alma desgraciada, rencorosa y permanentemente resentida, incapaz de reconocerse y aceptarse a sí misma -incluidos los propios errores propios y las malas decisiones-; y ya no digamos ejercer de cruel manipuladora de terceros más pequeños en los que inculcar el enorme y vengativo error de hacerles creer que fuera de la propia familia solo hay maldad. Como si las familias fueran seguros y eternos nidos de paz.

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